Hay inventos a los que estamos tan acostumbrados que apenas recordamos que hubo un tiempo en el que no existieron. Así ocurre con el frigorífico, la fregona o el ascensor. Porque a pesar de que hoy en día resulta bastante normal encontrarse uno en una comunidad de vecinos, un bloque de oficinas o un hospital, tuvieron que pasar varios siglos para que el ser humano diera con un invento que permitiera el transporte vertical.
El ascensor moderno, tal y como lo conocemos actualmente, surgió en 1845, cuando William Thompson construyó el primer ascensor hidráulico, una máquina que se desplazaba gracias a la presión de agua corriente. Eran los propios usuarios los que, de forma manual, movían el cable por el que subía y bajaba el ascensor.
Pero para que Thompson llegara a diseñar su ascensor hidráulico, tuvo que descubrirse antes la forma en la que poder elevar objetos, de ahí que son muchos los que consideran a Arquímedes como el auténtico inventor del ascensor. Para el arquitecto romano Marco Vitruvio, sin los dos inventos del matemático – la polea y el tornillo-, no habría sido posible inventar una máquina que sirviera para elevar y descender objetos y personas.
El tornillo de Arquímedes, también conocido como tornillo sin fin, consiste en un tornillo que gira dentro de un cilindro hueco. Situado sobre un plano inclinado, permite elevar un cuerpo o un fluido que se encuentra por debajo del eje de giro. Este tornillo fue el mecanismo principal por el que se consiguió instalar elevadores en el Coliseo Romano para que animales y gladiadores pudieran acceder a la arena del combate.
Aunque quizás el mayor descubrimiento que realizó el matemático griego fueron las leyes de la palanca. Al entender cómo se multiplica la fuerza utilizando una palanca, un plano inclinado y una polea, Arquímedes inició el camino hacia la invención del ascensor.